Sismo de 1985, cuando la esperanza y la solidaridad superan a la desgracia


José de la Paz Pérez /  

Hoy la alarma sísmica nacional sonó puntual, a las 12 del mediodía.

Nos recordó la mañana del jueves 19 de septiembre de 1985, que comenzó como cualquier otra en el entonces Distrito Federal.

Pero a las 7:19 horas, cuando la ciudad apenas despertaba, la tierra rugió con una violencia que cambiaría para siempre la historia de México. El sismo de magnitud 8.1 en la escala de Richter sacudió durante casi dos minutos la capital, derrumbando edificios, hospitales, escuelas y oficinas, dejando tras de sí un paisaje de polvo, silencio y dolor.

Las cifras oficiales reportaron más de 10 mil muertos, aunque diversas organizaciones civiles hablaron de un número mucho mayor. 

Decenas de miles quedaron heridas, y miles más perdieron su hogar. Familias enteras se esfumaron bajo toneladas de concreto; la desesperación se reflejaba en los rostros de quienes recorrían las calles buscando entre los escombros a padres, hijos o hermanos. 

“No sabíamos qué hacer, sólo gritábamos sus nombres”, recuerdan sobrevivientes (testimonios plasmados en medios de comunicación de la época).

El desastre evidenció la fragilidad de las construcciones y la lentitud de la respuesta gubernamental, pero también dio origen a una de las acciones más valerosas de la historia reciente: la solidaridad ciudadana. 

Sin esperar órdenes, hombres y mujeres de todas las edades se lanzaron a rescatar a los atrapados. Se formaron cadenas humanas para cargar piedras, se improvisaron cocinas comunitarias, se donó sangre, se compartió lo poco que se tenía. 

Cada silencio impuesto en las zonas de desastre, con la esperanza de escuchar un lamento, fue un instante de fe. Y cada grito de “¡Hay un sobreviviente!” se convirtió en un triunfo colectivo.

De aquella tragedia nacieron símbolos de esperanza, como los rescatistas conocidos como “Topos de Tlatelolco”, jóvenes que arriesgaron la vida entre ruinas y que después se volverían referentes internacionales. 

El 19 de septiembre de 1985 mostró el dolor profundo de una ciudad herida, y reveló la grandeza de su gente. La capital se derrumbó en su estructura, pero se levantó en espíritu: la solidaridad se volvió la columna que sostuvo la esperanza de un país entero.

Hoy, cada 19 de septiembre, la Ciudad de México se detiene para recordar ésta y la otra tragedia, ocurrida también el 19 de septiembre pero de 2017: un sismo de 7.1, en la escala de Richter, fenómeno que también afectó a Guerrero, Morelos, Puebla, Oaxaca, Tlaxcala y Estado de México.

Las banderas ondean a media asta, las sirenas resuenan y millones participan en simulacros que no son simples ejercicios de prevención, sino actos de memoria. 

Las tragedias de 1985 y 2017, así como los sismos que han seguido, son cicatrices abiertas, pero también lecciones vivas de resistencia. 

En cada minuto de silencio, en cada rostro que mira al cielo con respeto, late la certeza de que México aprendió a no olvidar: a estar preparado, a unirse en la adversidad y a honrar a quienes ya no están, con la esperanza de que el espíritu de solidaridad nunca deje de sostenernos.

Hoy la alarma sísmica nacional sonó puntual, a las 12 del mediodía, y así de puntual debería sonar en nuestros corazones la solidaridad, valor éste que si está día a día presente, la convivencia, la vida misma, sería mucho más llevadera, por decir lo menos

Artículo Anterior Artículo Siguiente

Lo nuevo