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Foto de Juan Pablo Serrano |
*Porque a veces entendemos demasiado tarde lo que realmente era ser papá... y ese héroe se ha ido
Hoy es Día del Padre, y como cada tercer domingo de junio, muchos buscarán un buen regalo para decirle lo mucho que lo quieren... lo llevarán a un buen restaurante para degustar una buena comida o... ¿por qué no? un buen vino, de ese, su favorito.
Otros simplemente recordarán que ya se ha ido... y llorarán su recuerdo... bueno o malo... pero anhelarán ese consejo, ese abrazo que quizá nunca llegó... y lo perdonarán... y le pedirán perdón a la distancia, a esa enorme distancia.
Pero hoy, quiero invitarte a cerrar los ojos, volver atrás, y mirar con otros ojos al hombre que un día fue nuestro gigante, nuestro misterio, nuestra figura severa y silenciosa.
Y pregúntate:
¿Por qué razón tantas veces usamos el nombre del padre como amenaza?
¿Por qué ese “¡ah, cuando venga tu padre!” convertía su llegada en un castigo anticipado?
¿Cuántos niños, como tú, como yo, como tantos, crecimos temiendo a ese hombre que sólo quería volver a casa a jugar, a reír, a abrazar?
El padre que llegaba cansado, el que tenía que endurecer el gesto y alzar la voz porque “era su deber”, porque así lo hicieron con él, porque no le enseñaron otra forma.
El mismo que, cuando te veía dormido, te besaba la frente sin hacer ruido.
El que miraba tu primer pantalón largo con los ojos húmedos y la boca apretada.
El que se tragó mil veces las palabras “te quiero” porque se le atoraban por esa educación dura que recibió.
¿Sabías que también él lloraba cuando tú no lo veías?
La figura del padre ha sido por décadas una estatua de silencio. Un rostro que se frunce, una voz que corrige, incluso un abandono en tu crecimiento. Pero debajo de ese escudo de dureza, en esas ausencias, siempre hubo un corazón que latía por ti. Por tus pasos, por tus sueños, por tus errores también.
Hoy que eres padre lo entiendes.
Sabes lo que duele llegar cansado del trabajo y tener que ponerte el traje de juez cuando sólo querías jugar. Sabes lo que pesa ser el malo de la historia, cuando todo lo que hiciste fue tratar de hacer lo correcto aunque a tu manera particular de hacerlo. Sabes lo que significa amar en silencio, como te amó él.
Y si ya no está…
Si tu padre ya se ha ido, si el tiempo lo ha convertido en un recuerdo y su figura en una permanente ausencia, entonces este día es también para llorar.
Llorar por lo que nunca dijimos, por los besos que no dimos, por los consejos que hoy entendemos, por los errores y por las arrugas que no supimos leer a tiempo.
Y si aún lo tienes contigo, míralo de frente. Míralo como no lo mirabas de niño. No como verdugo, no como el que regañaba, no como el padre irresponsable, sino como ese hombre que también fue hijo, que también tuvo miedo, que también soñó con ser un héroe.
Tómale la mano, aunque ya tiemble. Abrázalo, aunque ya no tenga fuerzas. Y dile lo que tantas veces callaste: "Gracias, papá. Por estar, por ser, por enseñarme incluso en tu silencio y tus ausencias."
Porque el amor de un padre —aunque a veces torpe, a veces rudo, a veces mudo— es uno de los más profundos que existen a pesar de las omisiones que dañan en silencio.
Hoy, en su día, no lo celebremos con ruido. Celebrémoslo con verdad.
Con lágrimas si hace falta.
Con un “perdón” que llega tarde.
Con un “te quiero” que ya no puede esperar.
Porque él… “ya camina lento, como perdonando el viento”. Y nosotros… aún estamos a tiempo.
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Foto de Life Of Pix |
Las manos que ya no me llevan
Había una vez un niño que creyó que su padre era invencible.
Sus manos eran grandes, ásperas de trabajo, pero cálidas cuando lo tomaban de la mano camino a la escuela. Su voz, grave y firme, contaba historias de un mundo que al niño le parecía lejano y fascinante. "Papá lo sabe todo", pensaba. Y en las noches, cuando el miedo a la oscuridad lo vencía, solo necesitaba escuchar sus pasos acercarse para sentirse seguro.
Pero un día, el niño creció. Y al mirar atrás, descubrió que su padre ya no caminaba rápido. Que sus pasos, antes firmes, ahora vacilaban. Que el hombre que lo cargaba en sus hombros ahora necesitaba un brazo para sostenerse.
"Señor, detén el tiempo", suplicaba en silencio. Porque las arrugas en su rostro ya no eran sólo líneas de risas, sino marcas de batallas calladas. Porque su pelo blanco no era nieve de invierno, sino polvo de tanto camino recorrido.
El silencio
Él nunca dijo "te quiero". No hacía falta. Lo demostraba en cada madrugada saliendo a trabajar, o en cada "cuídate" dicho con voz ronca antes de colgar el teléfono.
Pero el hijo no lo entendió entonces.
Solo lo comprendió cuando, una noche, encontró a su padre dormido en el sillón, con las gafas aún puestas y un libro viejo entre las manos. El mismo libro que le leía de niño. Y de pronto, el tiempo se detuvo.
Ahora era él quien tomaba la mano de su padre en el hospital. Él era quien le contaba historias para distraerlo del dolor. Él era quien, por primera vez, sintió el peso del mundo sobre sus hombros y por fin lo comprendió.
Y lloró. Lloró por las tardes que pasó lejos, ocupado en tonterías, mientras su viejo esperaba una llamada. Por no haberle dicho a tiempo: "Eres el mejor hombre que he conocido."
El regalo que llegó tarde
Hoy, en este Día del Padre, su silla está vacía. Pero el hijo aún guarda su chaqueta, su olor a tabaco y tinta, su reloj que ya no marca las horas. Y en sus sueños, todavía lo escucha decir:
"Llora muchacho. Los hombres fuertes también tienen corazón."
Pero hoy llora. Llora con razón. Porque ahora sabe que los padres no son eternos. Que el tiempo se lleva lo bueno sin avisar. Que los héroes de nuestra infancia también tienen miedo.
Y que el mayor acto de amor de un padre es enseñarte a vivir… incluso cuando él no está.
Feliz Día del Padre, a los que siguen aquí y a los que se convirtieron en estrellas.
(Si tu viejo aún está contigo, abrázalo hoy como si fuera el último día. Porque algún día, lo será.)
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Foto: Patricia Arellano Marín |